Toda esta historia
comenzó hace poco más de un año. Daniela era una chica normal,
simpática, amable y sobre todo, muy trabajadora. Había tenido muy
pocos amigos y ese año estaba sola en clase. Pero en ese mismo
curso, para su sorpresa, conoció a la que hasta el momento había
sido su mejor amiga: Alejandra.
Se conocieron en el
Bachillerato de Ciencias. Eran las mejores estudiantes en esa clase y
eran ciertamente odiadas por todos sólo por eso. En el segundo mes
del primer trimestre, el profesor de Física y Química organizó un
trabajo y decidió ponerlas juntas para llevarlo a cabo. Así, ellas
se conocieron y se hicieron amigas al cabo de muy poco tiempo. Iban
juntas a todos lados y se apoyaban mutuamente.
Desgraciadamente, un
conflicto grupal en su clase las separó de manera inminente. Poco
quedaba ya por hacer para avivar las cenizas de lo que un día fue la
llama de su amistad.
La clase se dividió
en dos grupos y como era de esperar, cada una estaba en un bando.
Fueron muchas lágrimas caídas en la batalla que libraron para
acabar con ese problema. Muchas lágrimas que, desgraciadamente,
fueron inútiles, al igual que la batalla. Eso les supuso mucha
frustración y cayeron en una depresión profunda.
Porque para ellas,
la amistad que mantenían era mucho más que eso. Para ellas
significaba muchos buenos momentos y malos momentos también, pero
que pasaron juntas y todo un año en el que se habían conocido como
amigas de verdad. Pero tras ese conflicto, las dos apoyaron a sus
bandos haciéndose daño mutuamente a pesar de querer estar juntas.
Por eso, un día,
tras tantas noches de sufrimiento, decidieron solucionar todo de una
vez por todas. Dar fin al problema y volver a atar la cuerda que
representaba su amistad, la cual estaba rota. Y lo harían de una
forma peculiar, única. Justo la que necesitaban para esa ocasión.
Una partida de cartas.
Introducción
Cada carta era un
mundo de posibilidades, una puerta que conducía a la victoria, un
tren que hacía que un jugador saliera vencedor, y por tanto, el otro
se convirtiera en el vencido.
Cada carta era una
vida, un mundo al cual transmitían sus esperanzas, sus ganas de
vivir, de soñar y de cumplir sus sueños.
Y es cierto, nunca
hubo una manera tan particular de discutir como jugando una partida
de cartas...
Narración
Dicen que todas las
partidas suelen tener el mismo desarrollo y el mismo final, pero
aquella partida fue diferente. Fue algo más que eso, más que una
simple partida.
Sí, fue algo más.
No peleaban por una
vulgar victoria en una inocente partida de cartas.
Para ellas, esas
necias cartas significaban mucho más, significaban los sentimientos
ocultos más arraigados en sus tristes corazones.
Sentimientos de
rabia, nostalgia, enfado, tristeza, impotencia... Y necesitaban
aclarar todo eso, todos esos sentimientos entrelazados formando una
mezcla cuyo resultado era el dolor.
Aún así, sabían
que aunque ganara una de ellas, el conflicto que pretendían
solucionar de esa curiosa forma no se arreglaría, ya que para
solucionarlo deberían de ganar las dos...
Y quedar en empate
era difícil.
Y fue por eso, por
lo que en una fría, oscura y lluviosa tarde de diciembre, aquellas
jóvenes decidieron sentarse a discutir mientras se sumergían en
ases y treses, corazones y picas, bazas y manos.
Prepararon todo con
cautela, con precisión. Repartieron cada carta con cuidado.
Y comenzaron a
jugar. La disputa comenzó, y las chicas cogieron sus cartas.
Una a una, poco a
poco y muy despacio, cada una de ellas decidía qué carta elegir, la
colocaba sobre la mesa, le daba la vuelta casi con miedo y dejaba el
turno a su contrincante, que repetía el mismo proceso.
Siete, cinco, seis,
ocho... Distintas cartas iban girándose, destapando su valor,
abriéndose paso en el conflicto, despertando nuevas sensaciones a
los corazones que las ponían en el juego, intentando solucionar el
problema que, a causa de trampas en el juego anterior se formó. En
el juego en el que no querían entrar pero sus ''queridos''
compañeros les animaron y acabaron siendo las piezas clave.
Y aquellas chicas
estaban concentradas en aquella importante partida.
Cabeza y corazón,
lágrimas y sonrisas, quejas y suspiros y gritos de rabia quedaron
reducidos a una partida de cartas.
Cada vez quedaban
menos cartas, el final se acercaba veloz. Las chicas se pusieron
nerviosas y sus caras comenzaron a sudar.
Quedaban seis cartas
en juego, tres por cabeza, que las harían sonreír o llorar
dependiendo del final.
Una ellas cogió,
segura de sí misma, una carta y la giró. As de picas.
Su contrincante sacó
una carta. Esa jugada no era la suya.
Quedaban cuatro
cartas. Sus corazones latían rápidamente y sus voces seguían
mudas.
Echaron cartas de
nuevo. La chica que ganó la jugada anterior ganó esta también.
Contaron sus puntos
antes de seguir jugando. Una a una, fueron revisando cartas, sumando
puntos, intentando relajarse. Terminaron de hacer la cuenta.
El empate a puntos
entre las chicas era claro. Todo se decidiría en ese momento.
La partida llegó a
su última parte, en la que una carta se atrevería a poner el punto
y final y a terminar con todo el sufrimiento de sus compañeras y de
aquellas jóvenes.
O no. De eso se
trataba el azar. De la posibilidad. Del quizás.
Seguían jugando y
sus miradas de temor se cruzaron mientras observaban sus cartas, las
únicas que había en juego. Dos viejas cartas de una baraja que, a
pesar de ser insignificantes, darían sentido a esa partida, harían
que una de aquellas jóvenes que disputaba ese juego se proclamara
ganadora del conflicto en el que se encontraban aunque eso no
significaría que el problema se acabara.
Alejandra examinó
con seguridad su carta. Estaba segura de su victoria.
La observaba como si
fuera una exorbitante joya, única, como si esa carta, tan pequeña y
sin importancia, fuera el mayor de los tesoros existentes en el
mundo.
La colocó sobre la
mesa y le dio la vuelta. El tres de corazones.
Las miradas de las
chicas se cruzaron otra vez.
Daniela miró su
carta también. Cogió un vaso de agua y dio un pequeño sorbo.
Lo dejó en la mesa
con aire de victoria. Sí, esa chica sabía que podría ganar pese a
que la idea no terminara de agradarle.
Volvió a
entrecruzar su mirada con su amiga. Sus caras estaban iluminadas por
una tenue luz que producía una vieja lámpara casi rota. Como sus
corazones.
Sólo quedaba su
carta en juego, sólo quedaba esa última jugada para el desempate.
Ojeó de nuevo su
carta y sonrió para sus adentros.
Alejandra miraba la
carta con curiosidad, con anhelo de conocer su valor. Con ganas de
saber si ella saldría victoriosa de aquel conflicto de lágrimas o
no. Con ansia de terminar ya esa partida.
Daniela se atrevió
a romper aquel cortante silencio. A deshacer la ausencia de palabras
que las tenía con el corazón en el estómago.
Y una frase le fue
suficiente para destrozar las esperanzas de su oponente en miles de
pedazos.
-Quizás no tengas
tú el As de corazones en esta partida de cartas.
Y mientras decía
esto, cogió cuidadosamente una carta de una de sus heladas manos y
la colocó, tranquila, delicada y suavemente sobre la mesa, como si
fuera a quebrarse aquella tan valiosa carta. Y con este acto se
declaró ganadora y concluyó la partida.
Era el As de
corazones.
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